El fin de la historia
Por Cesar Hildebrandt Pérez Treviño
“Irlanda emitirá más de 100,000 folletos sobre salud mental para prevenir suicidios entre los jóvenes que no tienen empleo o se encuentran en dificultades financieras, en medio de la peor recesión en la historia del país...Más personas mueren por su propia mano cada año en Irlanda que en accidentes automovilísticos, según la Fundación Nacional de Investigación del Suicidio...”
(Despacho desde Dublín de la agencia Reuters, 29 de julio del 2009).
Se matan porque cayeron en la trampa de la vida al crédito. Porque les dijeron que siempre sería así, que los genios del capitalismo habían descubierto la máquina del movimiento perpetuo, que el asunto era no bajarse de la bicicleta en marcha.
Y un día, de pronto, todo se detuvo. La película se atascó en un fotograma. Cayó el gobierno, el dinero dejó de inundar las plazas públicas y las cuentas impagas se acumularon.
Y otro día se detuvo el propio trabajo. La fábrica de software, el casino, la oficina de servicios consiguieron un expediente de reducción de plantillas y despidieron a quienes pudieron. Se ensañaron, claro, como siempre, con los más sencillos y menos especializados.
Todo se paró, excepto la publicidad, que seguía acribillándolos con sus variados paraísos. Y mientras las deudas crecían la televisión seguía mostrándoles el ensueño que se estaban perdiendo los expulsados del bienestar, los que acababan de estrenar su condición de parias, los derrotados.
Se esfumaba el dinero de los bancos pero ningún banquero sufría. Cerraban las ensambladoras multinacionales pero ningún CEO se tiraba desde algún piso alto. La derrota no parecía ser de los jefazos sino de los de siempre: los herederos de las viejas hambres irlandesas, los nietos de las diásporas, los O’Hara del bajo Dublín.
¿O sea que había sido un cuento traicionero eso del crecimiento interminable y la prosperidad sin límites y el consumo que no debía parar porque el secreto estaba en el vértigo y en borrar del léxico la palabra saciedad?
¿O sea que ahora, lleno de deudas y sin empleo?
Leo en el cable de Reuters:
“Para los adultos jóvenes irlandeses el suicidio es la principal causa de muerte”.
¿Qué mundo es este? ¿Qué infierno hemos creado? ¿Qué burdel con pretensiones de castillo? ¿Qué mingitorio con ínfulas?
Cuando el capitalismo fracasa –y siempre fracasará porque se basa en la licantropía- los que pagan el pato son los más débiles. ¡Qué anacrónico y aldeano suena el doctor García recomendándonos el futuro que ya fue!
Pienso en los jóvenes suicidas de Irlanda y pienso en Vallejo, que tanto amaba a los parados:
“Este es, trabajadores, aquel
que en la labor sudaba para afuera,
que suda hoy para adentro su secreción
de sangre rehusada”
Nadie como Vallejo imaginó un paro tan general y tan profético, un mundo detenido por la crisis, y nadie supo nombrar de mejor modo el desconsuelo de la dignidad del trabajo arrebatada:
“...paradas en un pie las aguas móviles
y hasta la tierra misma, parada de estupor
ante este paro” .
Por Cesar Hildebrandt Pérez Treviño
“Irlanda emitirá más de 100,000 folletos sobre salud mental para prevenir suicidios entre los jóvenes que no tienen empleo o se encuentran en dificultades financieras, en medio de la peor recesión en la historia del país...Más personas mueren por su propia mano cada año en Irlanda que en accidentes automovilísticos, según la Fundación Nacional de Investigación del Suicidio...”
(Despacho desde Dublín de la agencia Reuters, 29 de julio del 2009).
Se matan porque cayeron en la trampa de la vida al crédito. Porque les dijeron que siempre sería así, que los genios del capitalismo habían descubierto la máquina del movimiento perpetuo, que el asunto era no bajarse de la bicicleta en marcha.
Y un día, de pronto, todo se detuvo. La película se atascó en un fotograma. Cayó el gobierno, el dinero dejó de inundar las plazas públicas y las cuentas impagas se acumularon.
Y otro día se detuvo el propio trabajo. La fábrica de software, el casino, la oficina de servicios consiguieron un expediente de reducción de plantillas y despidieron a quienes pudieron. Se ensañaron, claro, como siempre, con los más sencillos y menos especializados.
Todo se paró, excepto la publicidad, que seguía acribillándolos con sus variados paraísos. Y mientras las deudas crecían la televisión seguía mostrándoles el ensueño que se estaban perdiendo los expulsados del bienestar, los que acababan de estrenar su condición de parias, los derrotados.
Se esfumaba el dinero de los bancos pero ningún banquero sufría. Cerraban las ensambladoras multinacionales pero ningún CEO se tiraba desde algún piso alto. La derrota no parecía ser de los jefazos sino de los de siempre: los herederos de las viejas hambres irlandesas, los nietos de las diásporas, los O’Hara del bajo Dublín.
¿O sea que había sido un cuento traicionero eso del crecimiento interminable y la prosperidad sin límites y el consumo que no debía parar porque el secreto estaba en el vértigo y en borrar del léxico la palabra saciedad?
¿O sea que ahora, lleno de deudas y sin empleo?
Leo en el cable de Reuters:
“Para los adultos jóvenes irlandeses el suicidio es la principal causa de muerte”.
¿Qué mundo es este? ¿Qué infierno hemos creado? ¿Qué burdel con pretensiones de castillo? ¿Qué mingitorio con ínfulas?
Cuando el capitalismo fracasa –y siempre fracasará porque se basa en la licantropía- los que pagan el pato son los más débiles. ¡Qué anacrónico y aldeano suena el doctor García recomendándonos el futuro que ya fue!
Pienso en los jóvenes suicidas de Irlanda y pienso en Vallejo, que tanto amaba a los parados:
“Este es, trabajadores, aquel
que en la labor sudaba para afuera,
que suda hoy para adentro su secreción
de sangre rehusada”
Nadie como Vallejo imaginó un paro tan general y tan profético, un mundo detenido por la crisis, y nadie supo nombrar de mejor modo el desconsuelo de la dignidad del trabajo arrebatada:
“...paradas en un pie las aguas móviles
y hasta la tierra misma, parada de estupor
ante este paro” .